Atendí yo y era el abuelo. Al principio apenas conseguía escucharlo, porque a mis espaldas seguía la letanía de reclamos recíprocos entre mis hermanos y mamá. Que en esta casa nadie atiende el teléfono, que me tengo que ocupar de todo sola, que le tocaba atender a Lautaro, que Mariano estaba sin hacer nada, que mejor que atendió Agustina que jamás en la vida levanta la mesa, que ustedes tres me van a volver loca.
Tanto era lo que gritaban que tapé el tubo y les grité yo que se callaran, que era el abuelo y que no escuchaba nadie. Algo de caso hicieron. De todas maneras no me resultaba fácil escuchar lo que me decía. Porque el abuelo me hablaba en voz baja. Tanto, que un par de veces le tuve que pedir que me repitiera. Mi abuelo siempre habla bajito. No es de esos viejos que gritan de puro sordos. No. Desde chiquita me acuerdo eso del abuelo. Siempre te habla como si vos y él fueran los únicos en la Tierra, ajeno a todo lo demás.
Pero esta vez su voz era un murmullo, tanto, que por fin entendí que me estaba hablando en secreto. Imaginé que la abuela andaba cerca y que quería mantener nuestra conversación en el mayor de los sigilos. Y yo, como una tonta, empecé a murmurar también, en ese reflejo automático que tenemos: si alguien nos grita porque no nos escucha, gritamos. Y si alguien bisbisea, bisbiseamos. Qué tarada que soy: el verbo bisbisear no se utiliza desde hace cuarenta y cinco años, y yo lo incorporo en esto que estoy escribiendo. Deformación profesional, diría mamá, a la que le encanta usar esa palabra: “profesional”. Ella es psicóloga, y le encanta hablar de los profesionales, de lo que hacen los profesionales, de lo que dicen los profesionales, e imaginar cuando su hija también sea un profesional. En plural, “profesionales” me suena al western de la década del 60 que se llamaba así. Y en singular, a alguien muy serio, de delantal o portafolio, que me escruta con ojos sapientes pero amenazantes. Sapiente. Ahí va otra palabra sacada del arcón de los recuerdos. O de los olvidos. Mi mamá dice lo de la deformación profesional porque estudio periodismo, y en la nebulosa de sus certezas eso viene a significar: “La nena quiere dedicarse a escribir pero, claro, con la literatura se moriría de hambre, así mejor periodismo”. El razonamiento de mamá concluye con un “Claro, Agustina siempre leyó mucho”. Yo la dejo, total. Con sus pacientes será muy psicóloga, pero en casa y con nosotros es toda una mamá de las de antes, de ésas de chismes y batón.
De todas maneras, si yo le mostrase esto que estoy escribiendo a cualquier profesor de la facultad, aun el más improvisado de los improvisados, me diría que no le encuentra el hilo. Y tendría razón. Empecé hablando de la llamada de mi abuelo (porque eso es lo que quería contar) y ahora estoy hablando de mí, de las confusiones de mamá y de palabras perimidas. Tomá, “perimidas”, ahí tenés.
Vuelvo. La cosa es que así, en tono secreto, fue como me habló el abuelo. “Tengo que preguntarte algo”, me dijo. “Invitarte a algo”, me aclaró. “¿Qué tenés que hacer el viernes a la noche?”, me preguntó. “A eso de las ocho.” “No tengo nada”, le dije. Si la pregunta me la hubiese hecho una amiga le habría dicho que tenía pensado salir a bailar. Pero a bailar una sale a la una de la mañana (qué feo queda ese “una” repetido como pronombre y como adjetivo numeral, soy un asco). La gente grande como el abuelo no concibe siquiera que una chica pueda iniciar una salida a la madrugada. Decirle “Me ocupo recién a medianoche” es como decirle “Hay vida en Venus”. Da lo mismo. De manera que le dije que no, que no tenía nada. Fuera lo que fuese que el abuelo tenía para proponerme, el tiempo me daba para salir con él y volver a casa a bañarme, vestirme y arreglarme. “¿Adónde me querés invitar?”, le pregunté. “A la cancha”, me contestó. Y con eso, la verdad que consiguió sorprenderme. Mi primer impulso fue preguntarle por qué no les decía a los mellizos, o a alguno de los dos, que son tan futboleros como él y tan hinchas de Gimnasia como él. Pero mi cromosoma feminista me detuvo a tiempo: una voz, recóndita, que me indicaba: “Ah, qué fácil lo hacés, Agustinita. Algo te sorprende y de inmediato buscás una figura masculina para restablecer el equilibrio”. Así que no sucumbí al impulso de transferir la invitación a Mariano o Lautaro. Pero el abuelo advirtió mi vacilación (supongo que, para que la notara, colaboró que yo me quedase con el monosílabo eeeeeeeehhhhhhh colgado de la boca durante larguísimos segundos). “No te preocupés, Bochita. Era una idea, nomás.”
Yo no sé si algún hombre, alguna vez, conseguirá rozar las profundidades más reservadas de mi alma como hace mi abuelo cada vez que me dice Bochita. Por empezar, es un sobrenombre que usa únicamente él. Nadie más lo conoce. Jamás me lo dice delante de otra persona. Y jamás me lo dice en circunstancias triviales. Es una especie de clave. Sólo nosotros dos. Sólo en situaciones importantes, importantísimas. Bochita es un puente entre nosotros dos, que nadie más conoce.
Bochita me decía cuando me llevaba al jardín de infantes y yo montaba un escándalo con aullidos, mocos y manos aferradas a la reja. O cuando me pasé cuatro días al rayo del sol a la orilla del mar, a los cinco, convencida de que esa masa de agua rugiente era una porquería monstruosa. O a los catorce, cuando me encerré en mi habitación decidida a que nadie, nunca, jamás, tenía que ver que me estaban creciendo tetas. O a los diez, cuando mi papá decidió que tenía que vivir su vida, darse una oportunidad de ser feliz y toda esa pelotudez con Florencia y la puta que la parió. Advierto, con cierta preocupación, que este texto no sólo se aleja de su objetivo inicial de narrar lo que sucedió la semana pasada, a partir del llamado telefónico del abuelo, sino que, además, se está llenando de expresiones vulgares, como la que acabo de endilgarle a la pobre Florencia, que dedica su vida a hacer feliz a papá. En fin, que se vayan los dos ahí mismo adonde la mandé a Florencia.
Calma, Agustina, calma. Retomemos el hilo. Cuando el abuelo me dijo Bochita fue como si todo lo demás despareciera. Todo. Hasta los idiotas de mis hermanos que se peleaban, a los gritos, por el control remoto. Volví a chistarlos y me llevé el teléfono lo más lejos que pude. El largo del cable me dio hasta la puerta del pasillo, de manera que me refugié al otro lado. En mi casa no hay teléfono inalámbrico. A mí se me da por los anacronismos verbales, y mi madre es afecta a las reliquias tecnológicas. En fin. Regresamos.
Parapetada detrás de la puerta del pasillo pude hablar un poco más tranquila. Entonces le dije que no, que sí, que era buena idea, sólo que me había sorprendido su invitación, porque imaginé que preferiría la compañía de los mellizos, que saben de fútbol y siguen al Lobo como él, y seguí con una confusa reseña del eslabonamiento de mis dudas que el abuelo escuchó con paciencia y sin interrumpirme. Terminé repitiéndole que sí, que me encantaba la idea y que contase conmigo. Cuando nos disponíamos a colgar lo escuché hablando con la abuela. “Con Agustina”, oí que decía. “Nada, una cosa que me pidió y yo me había olvidado”, agregó, y colegí que la abuela no estaba al tanto de sus planes y que el abuelo pretendía mantenerla en la ignorancia. Después nos despedimos.
Cuando colgué el teléfono mamá se extrañó de que el abuelo no me hubiese pedido que le pasara con ella. Hasta los tarados de mis hermanos interrumpieron una sesuda discusión sobre el programa Soñando con bailar, bailando con soñar, soñando con soñar, o como se llame, y se me quedaron mirando. Yo me dispuse a ensayar un mohín de espía rusa en los Estados Unidos del macartismo, pero me pareció un poco excesivo y hasta sospechoso. De manera que pretexté que era por unos libros que él tenía y yo necesitaba para la facu, y eso fue todo.
Pero me quedó rebotando esta cosa de sigilo que le había puesto mi abuelo a su llamada. Y en los días siguientes me dediqué a indagar, con mucho tacto, en lo que podía saber mi madre al respecto. Indagar a mi madre es más fácil que la tabla del uno. Existen dos ocupaciones que a mamá la predisponen a la verbalización de sus elucubraciones: el lavado de platos y la interacción con la computadora. No sé por qué, ni llego a comprender qué extraños vínculos pueden suscitarse entre ocupaciones tan disímiles a simple vista. Pero mientras refriega la vajilla ahogando la esponja en detergente, o se muerde labio inferior con el rostro iluminado por el monitor, mamá parece especialmente predispuesta a contar lo que le preguntes y lo que no también.
Fue en una de esas sesiones de “No sé dónde se hace click para responder” cuando esta historia abandonó la esbelta senda de la comedia para convertirse en otra cosa. Empecé por donde me pareció, uno de esos disparadores inocuos. Solté el nombre del abuelo, a raíz de ya no me acuerdo qué, y mi vieja se lanzó a hablar como si le hubieran inyectado pentotal sódico en una película de espías.
Mamá fue por el lado de la salud. La salud de sus padres, o más bien su ausencia. Claro, para mi madre la salud de los abuelos es algo de todos los días, un alerta moderado pero continuo. No es algo que comparta con nosotros, como suele hacer con sus urgencias. La cadera de mi abuela, o sus olvidos recurrentes, entran en la categoría de cosas de las que se ocupa ella y no nosotros tres. Y lo mismo con la arritmia de mi abuelo, sus problemas de presión alta, el colesterol por las nubes, el reto del cardiólogo, el pronóstico alarmante.
Mamá se detuvo mucho más en esta descripción, como si las nanas de la abuela fueran más rutinarias, menos urgentes, o más antiguas, y por lo tanto no requiriesen tanto relato. En cambio, cuando habló del abuelo, sin darse cuenta dejó el mouse, alejó la silla, apoyó el codo sobre el escritorio y clavó los ojos en el suelo. Esas cosas mamá las hace cuando hay algo con lo que no puede.
Yo no sé si la de la culpa es una glándula que las mujeres tenemos en algún sitio ilocalizable, que se activa al menor estímulo directo o indirecto. O algunas mujeres tienen esa glándula y otras no, pero yo tengo el dudoso privilegio de contarme entre las que sí, porque esa conversación, además de preocuparme, además de deprimirme, me llenó de culpa. ¿Dónde había estado metida yo los últimos meses? Recordé —tarde, pero recordé, al divino botón, pero recordé— esas largas conversaciones que mi madre había mantenido, desde meses atrás, con la abuela, agazapada también detrás de la puerta del pasillo con la base del teléfono en la mano y el cordón tirante. Y pensé que yo jamás había sido capaz de preguntarle, aunque fuera como ahora, de costadito y a ver, qué era lo que estaba sucediendo.
Ilusa de mí, había pensado en indagar a mi madre y después lucirme delante de mis hermanos, con una frase ocurrente al estilo de “El abuelo me quiere más a mí que a ustedes”. Pero a medida que entendía, o creía entender, me dominaba la angustia.
En esos meses no me había enterado de nada, ni me había ocupado de nada. Me vi en la mía, muy oronda, mucha lingüística y métodos de análisis del discurso, mucha antropología social y cultural, mucho seminario optativo y la puta que me parió, con perdón de mi santa madre, y ella, y ellos, de médico en médico y ese pronóstico de mierda y cada vez más cuidados y cada vez más prohibiciones y más recomendaciones y así están las cosas, terminó mi madre, y recién entonces levantó los ojos, una dieta estricta y una batería de medicamentos y un electro cada dos por tres y la cirugía que no y ese comentario final de “Si podés llamalo, le va a gustar”. Me fui a la pieza con la sensación de que era una idiota incapaz de ver nada, intuición femenina cualquiera, cero, nada, un horror, me quiero morir.
Eso fue un martes. El miércoles cenamos los cuatro en casa y evité cualquier comentario. Miedo a que se me notara que ocultaba un secreto. No por los gliptodontes de los mellizos, que no tienen ni idea de dónde están parados en la vida, ni con qué objeto. Pero mi vieja sí. Y no quería faltar a mi promesa de mantener el silencio más absoluto.
El jueves, como mamá salió a comer con unas amigas, supuse que contaba con el escenario propicio. Contraviniendo mi costumbre y mis principios, en lugar de pelearme con los mellizos sobre quién cocinaba, quién ponía la mesa y quién lavaba los platos, me comporté como una chica muy de su casa: horneé unas milanesas y las acompañé con puré instantáneo, y los llamé cuando tuve todo listo y la mesa puesta. Una geisha, casi. Por supuesto que no dijeron una palabra, como si disponer en su hogar de una tarada que se ocupe de todo fuese parte de su derecho viril a gobernar la Creación, pero ése es otro tema. Es otro tema pero algo tiene que ver, la verdad, porque yo me senté en un estado casi de enojo preventivo, dispuesta a clavarles una mirada furibunda (ya que no el cuchillo, esas cosas en casa no se estilan) a la primera de cambio.
Les saqué el tema del fútbol, de con quién jugaba Gimnasia. Esa parte de mi plan funcionó sobre rieles. Como dos rutinarios percherones, una vez puestos en camino con un ligero toque de la rienda, se lanzaron a hablar de Gimnasia como especialistas. De hecho, creo que es lo único en los que esos dos son especialistas. De manera que obtuve rápida confirmación de que el Lobo jugaba el viernes a las ocho —ya lo sabía—, de que le tocaba contra Defensa y Justicia —eso lo desconocía—, y que el equipo venía de dos triunfos al hilo —yo, ni idea—, 5 a 0 a Crucero del Norte y 1 a 0 a Ferro de visitante –menos que menos–.
Como quien no quiere la cosa les pregunté si iban a ir el viernes. Lautaro dijo que sí. Mariano que no. Y lo que pasó después es un ejemplo típico de que soy una tarda y una insegura. Porque el abuelo me había dicho clarito que la invitación era para mí. Y su tono clandestino debería habérmelo dejado más que claro. Pero como soy una obsesiva de libro, me quise asegurar, y le pregunté a Lautaro si iba a ir con el abuelo a la cancha. No tendría que haber preguntado nada. Quedarme con lo que sabía y listo. Pero no, ahí tenía que ir la mina a meter el dedo en la llaga, la cabeza en la boca del león, y no pongo ninguna otra metáfora obvia porque ahora no se me ocurren más que esas dos. Porque resulta que estos dos se miran, me miran, se miran, me vuelven a mirar como si yo fuera una marciana o una estúpida, o una marciana estúpida, y me dicen: “No, tarada, el abuelo no puede ir a la cancha. ¿No sabías?”.
Tendría que haberlo sabido, tonta de mí. Volví a sentirme una mujer fallada por no haberme dado cuenta de nada sobre el deterioro de la salud del abuelo. Si esos dos insanos lo sabían, toda la humanidad estaba al tanto. Toda la humanidad menos yo, aprendiz de periodista. Periodista, mama mía. Y no había sido capaz de ver lo que ocurría delante de mis ojos.
Muy femenina para sentir culpa y nada femenina para saber entender lo que no está dicho. Me caigo y me levanto. Porque con lo que me había informado mi santa progenitora debería haber caído en la cuenta de que el abuelo, con su nueva vida de cuidados, esmeros, recomendaciones y dificultades, tendría prohibido ir a morirse de calor, o de frío, o de lluvia, o de gritos y nervios en la cancha de Gimnasia. Pero que estos dos zaparrastrosos, estos dos analfabetos morales me mirasen con cara de doctos, con expresión de que “obvio” que el abuelo no puede ir a la cancha, me hizo sentir como una piltrafa.
Con una locuacidad poco habitual en ellos, tuvieron a bien informarme que la última presencia del abuelo en el estadio había sido un partido importantísimo, por la promoción, en el que Gimnasia había metidos dos goles en los últimos cinco minutos y se había salvado del descenso. De esos que uno dice “un partido para el infarto”. Bueno, parece que el abuelo se lo tomó muy en serio, porque quedó tirado ahí en la platea y no se murió de casualidad. Como soy tonta, pero tampoco tanto, me acordé del asunto. Pero como no había sido un infarto propiamente he dicho (ahora que lo pienso, no sé cómo es un infarto “propiamente dicho”) y desde entonces habían transcurrido como dos años o más, yo no le había dado mayor importancia. “Como el viejo Casale”, dijeron, y yo no entendí a qué se referían. “El cuento de Fontanarrosa”, intentaron aclarar, pero me quedé tan en ascuas como antes. Cartón lleno. Lo último que estos tipos habían leído era el manual de Play Station, y me podían dar lecciones de literatura.
Ese jueves a la noche no dormí. O me dormí tardísimo, vencida por la fatiga de la angustia, después de dar vueltas y vueltas, durante horas, en la cama. Lo lógico era hablar con mamá. O con mamá y con la abuela. Ponerlas sobre aviso.
No alcanzaba con ponerle un pretexto al abuelo para cancelar lo del viernes. Decirle que no, que me había surgido algo, que no podía, no sería suficiente. Porque si no iba conmigo, seguro que iba igual. Y si no era este partido, sería el siguiente. Había que asegurarse de que no lo hiciera. Controlarlo. Seguirlo, no sé. Algo. Y para eso era imprescindible el auxilio de mi madre y de la madre de mi madre. Y hasta de los inútiles de mis hermanos, si hacía falta. Pero el viernes a las nueve de la mañana me sonó el celular y se me desbarataron los planes. “Hola, Agustinita”, me saludó el abuelo. Y yo me quedé fría y silenciosa, porque mi plan no era disuadirlo a él. No. Mi plan valiente y altruista consistía en operar a sus espaldas y resolver las cosas con mamá y con la abuela, y que fueran ellas las que se encargasen de pulverizar su proyecto. Pero ahora lo tenía ahí, con su voz de pausas, y yo con unas ganas de llorar que no podía con mi alma. “Mirá que hoy te necesito”, me dijo después de algunas preguntas triviales, sobre la facu y cosas así. No dijo más. Por suerte no agregó “Bochita”, porque creo que si me llamaba Bochita yo me derrumbaba o empezaba a los gritos o llamaba a la policía o mi confesor (suponiendo que lo tuviese). Pero de tanto pensar “Ahora me dice Bochita, ahora me lo dice”, fue como si efectivamente me lo hubiese dicho. Y al no decirlo, sonaba más fuerte y repetido todavía.
Nos encontramos a las siete, cuando todavía no había oscurecido, y fuimos caminando sin apuro por 117. Y en el trayecto hablamos de todo un poco, de la facu, de mamá, de los mellizos, de mis próximas vacaciones, de por qué había cortado con Lucas. Del abuelo hablamos poco, porque se cuidó de absorber el impacto de mis preguntas y derivarlas hacia zonas inocuas en las que sí se explayó con elegancia. Momento: no soy justa. Hablamos sobre todo de mí porque el abuelo tenía todas las coordenadas como para preguntarme. Y yo, casi ninguna. Él sabía de cada cosa que compone mi mundo. Y no por el solo hecho de haberle preguntado a la abuela, como quien hace los deberes. No. Eso se nota. Cuando alguien nos pregunta tipo reportaje superficial, todos esos lugares comunes a los que los adultos se sienten obligados. En cambio el abuelo preguntaba de un modo más profundo, natural. No con la intimidad de una amiga, claro. Pero sí con la confianza y la claridad de quien nos conoce las mañas.
Al principio yo intenté que la cosa fuera simétrica. Cambiar pregunta por pregunta. Pero como yo no me atrevía a preguntar por su salud, y porque no sabía sobre qué otra cosa preguntarle (en eso, ser joven es un problema), terminamos hablando de mí. Momento otra vez. Soy injusta. No sólo terminamos hablando de mi incapacidad de preguntar lo correcto. Lo hicimos porque empecé a disfrutarlo. Ese viejo panzón y petisito me escuchaba con una atención, y me preguntaba con una perspicacia, y me dejaba hablar con una libertad, y me interrumpía con una exactitud cuando me iba de tema, que hizo que hablar fuera… profundo. No sé cómo decirlo mejor. Esa gente que, cuando le hablás, te hace que hables con vos misma. Lo releo y suena estúpido. Cuando corrija este texto voy a tener que cambiar todo ese párrafo, porque suena obvio y encima no se entiende. Pero así me sentí a lo largo de todas esas cuadras por 117 hasta cruzar la avenida 60.
El abuelo me pidió disculpas por llevarme a la platea. Fue la única alusión que hizo a la salud. Se señaló las rodillas, disculpándose, y me dijo que prefería que nos sentásemos más o menos cómodos. Me alegró su decisión. Por un lado, siempre me dan un poco de miedo los amontonamientos. Y por otro, nos poníamos a salvo de encontrarnos con Lautaro en la popular.
Subimos y nos ubicamos. El abuelo saludó con un gesto a un par de viejos sentados un poco más allá. Comentamos la mucha gente que había. El azul y blanco por todos lados, los gritos, los bombos. Yo me esforzaba por no quedar como un antropólogo que visita una tribu paleolítica, hace preguntas tontas y saca conclusiones erradas. Después de todo: ¿cuántas veces había ido a la cancha? Las podía contar con los dedos de una mano. No me acuerdo, pero parece que me llevaron en el 95, cuando el Lobo estuvo a punto de salir campeón. Y cuando yo tenía catorce años y otra vez anduvimos cerca. Pero el fútbol nunca fue lo mío.
“Viene mucha gente porque el Lobo va puntero”, dijo el abuelo. Y a mí me gustó esa modestia en el decir. No se llenó la boca inventando que la cancha está siempre llena, como me decía el inútil de Lucas hablándome de Boca (inútil no por eso, sino por todo lo otro). Y me repitió lo que me habían anticipado mis hermanos. Viene de ganar los últimos dos, contra los misioneros y contra Ferro. Y puso cara de “esperemos seguir así”. Y yo me mordí el labio y cerré los ojos para pedir que sí, que siguiera la fiesta. Que mi abuelo y yo nos merecíamos que ese partido fuese inolvidable. Además, me preocupaba que el abuelo se pusiera muy nervioso.
A los cinco minutos, cuando Gimnasia tuvo una situación de gol que terminó mal, lo vi incorporarse y volver a sentarse, después de golpearse el muslo. “¿Estás bien?”, le pregunté. Me miró un poco sorprendido. “Sí. Bastante mejor que el burro este con los pies redondos”, me contestó.
Yo no soy de ir a la iglesia. Pero sí soy de rezar. Como algo mío. Algo entre Dios y yo. En silencio, sin que mi abuelo lo notara, empecé a pedirle a Dios que nos reglara una noche inolvidable, un glorioso triunfo tripero, un recuerdo de éxtasis feliz que a mí me durase para siempre y sirviese, para mi abuelo, como una perla para atesorar.
Bueno. Pues parece que Dios no estuvo de acuerdo. A los veinte del primer tiempo, más o menos, un delantero de Defensa y Justicia le pegó desde afuera del área. Un tirito así nomás, fuerte pero a las manos del arquero. Nada grave. Nada grave, salvo que se desvió en un defensor, le cambió el palo al arquero y se metió en el rincón, abajo, maldita sea tu estampa, delantero de verde y amarillo. En nuestro silencio, escuchamos perfectamente los gritos de los visitantes, allá enfrente. Lo miré a mi abuelo, temiendo que el disgusto le alterara los signos vitales. Pero no. Miró el reloj y murmuró algo tranquilizador, como que recién empezaba y había tiempo. Y de hecho, al rato, empató Gimnasia. Desde afuera del área, lindo gol. Y lindo, hermoso más bien, saltar de la buraca, abrazarme al abuelo, sonreírme con los de alrededor, comentar el zapatazo, aun sin tener la menor idea de cómo se patea una pelota, prenderme en los cantitos nacidos de esa algarabía, verlo al abuelo feliz pronosticando que ahora lo dábamos vuelta, sentir en el fondo de mi alma que mejor así, que hay algo más lindo que ganar un partido de entrada, y eso más lindo es darlo vuelta, arrancar perdiendo y sufriendo y lamentando y después torcer ese destino, cambiar las cosas, llenarse de palabras que significan hazaña, epopeya, milagro y cosas así. De vez en cuando, de todas maneras, me volvía hacia el abuelo como para asegurarme de que estuviese bien. De haber tenido un tensiómetro le habría tomado la presión cada cinco minutos, o con cada avance frustrado de Gimnasia. Pero tenía buen semblante, insultaba muy de vez en cuando, aplaudía.
En el entretiempo me ofrecí para buscar unas gaseosas. Nos la tomamos atrás, acodados en la baranda, mirando al bosque. Y de nuevo la charla, y la sensación de poder hablar un milenio sin parar, con ese viejo. Volvimos a tiempo y apenas nos sentamos el abuelo me miró y me dijo, empequeñeciendo sus ojos chiquitos: “Quedate tranquila. Con lo que sé de fútbol, te garantizo que lo ganamos”. O sintió que se quedaba corto con el pronóstico, o mi expresión arrobada le sugirió que corroborase mis mejores esperanzas porque agregó: “Por goleada”.
Se equivocó. Gimnasia jugó un segundo tiempo espantoso y a los treinta, de contraataque, Defensa le metió el segundo. Otra que hazaña. Aposté las últimas hilachas de mi fe a un empate agónico. En una de ésas se nos daba, quise suponer. Quedaba un ratito, todavía. A veces en el fútbol pasan cosas, especulé, filosófica. Pasan, efectivamente. A los treinta y siete otra vez contraataque y otra vez gol de Defensa y Justicia. El abuelo dejó de insultar faltando tres minutos. Apoyó el mentón en los puños, se acomodó la gorra y se limitó a negar de vez en cuando, como si lo que veía fuera demasiado. Y yo me quise morir, porque sentí que todo se había a la mierda.
Y ya no me importa que esta crónica se llene de vulgaridades como la palabra mierda. Porque ahí se había ido todo. El plan del abuelo, la noche, la despedida. Porque era eso. Y yo sabía que era eso. Tácita, profundamente, eso era una despedida. Y todo lo lindo, todo lo tristemente bello que encerraba ese gesto del abuelo, se perdía por ese partido mugroso y esos tres goles de Defensa y Justicia, mal rayo los parta, dónde se ha visto un club que se llame así.
Cuando terminó el partido el abuelo me sugirió que esperásemos a que se fuera la gente. Y yo temí que se estuviese sintiendo mal, y que estuviese intentando regularizar su respiración, acomodarse las pulsaciones. Y esperamos. Dejamos que salieran los visitantes. Y que se abrieran las puertas para la gente del Lobo. Y que las tribunas se vaciasen. Y que los otros viejos que estaban sentados cerca se alejasen después de murmurar un buenas noches. Y que descolgaran las redes de los arcos. Y que se llevaran los carteles de la publicidad.
“Me encanta la cancha así”, dijo el abuelo, señalando el verde iluminado, los panes de pasto salidos de su sitio, una serpentina inútil detrás del arco que da a la Avenida 60, el enjambre de bichos alrededor de la torre de luz. Y a mí se me anudó la garganta. Le di la mano y hundí la cabeza en su hombro, sin nada para decir, sin nada para querer, con ganas de que el tiempo no pasara nunca.
“Ya está”, dijo el abuelo, no sé después de cuánto tiempo. Me incorporé y me sequé las lágrimas. Me sonrió. Se puso de pie y dijo algo sobre sus rodillas de porquería. Echó un último vistazo y encaró la salida sin mirar atrás. Bajamos los escalones. Ni una sola vez se dio vuelta para mirar la cancha. Le propuse tomar un taxi y me miró extrañado. “¿Ya te tenés que ir?”, me preguntó. Dije que no.
Caminamos varias cuadras, pero no hacia el lado de casa, sino para el lado de la 55 y 7, por ahí. Nos detuvimos en un bar antiguo y casi vacío. Ocupamos una mesa del fondo, lejos de las vidrieras. Nos atendió el dueño, que salió detrás del mostrador. Se saludaron por el apellido y el abuelo me presentó como su nieta más grande. Comentaron apenas el partido. Por lo que dijo el otro tipo me di cuenta que era de Estudiantes. Se lo pregunté al abuelo y me dijo que sí. Le hice notar que no se había burlado de la de derrota de Gimnasia. El abuelo volvió a asentir. “Es un tipo que sabe de fútbol. Por eso no me dijo nada.” El dueño volvió con una bandeja tan grande que ocupó casi toda la mesa. Se miraron con el abuelo, que asintió complacido. Era la picada más grande que yo jamás hubiera visto. Se la había encargado con tiempo, seguro. Debía haberle llevado una hora prepararla. “¿Cerveza?”, me preguntó al abuelo. Asentí. El dueño fue hasta el mostrador y volvió con una botella helada y dos vasos grandes. Miré en detalle lo que nos había traído. La cuarta parte de esa picada era una bomba capaz de noquear a cualquiera. Recordé las prevenciones de mi madre. El sucinto detalle de las dolencias de mi abuelo. “Le va a hacer mal”, me atreví a decir. “Peor me hizo el 3 a 1, y acá me tenés”, respondió el abuelo, con dulce sarcasmo. Y con un escarbadientes pinchó una rodaja de salame como un modo de dar por inaugurado el banquete.
Lo que comió ese hombre. Lo que comimos, en realidad. Lo que bebimos. Como enfermera me moriría de hambre. Y se suponía que me había propuesto cuidarlo y evitarle los excesos. A la segunda cerveza me dio por el lado de la borrachera feliz. Cantamos cantitos de cancha, porque yo insistí, un poco porque sí y un poco de puro pendenciera, para provocar al dueño, que siguió inmutable. Hablamos tanto que no me acuerdo de qué hablamos. Apenas me acuerdo de la sensación. La sensación de no querer que termine. De que fuese para siempre. De tener claras palabras importantes para decir y callármelas justo antes de pronunciarlas. Pero no por vergüenza sino porque no hacía falta. Esa noche, en ese bar, no hacía falta nada. Cuando los otros clientes se fueron, el dueño bajó la cortina metálica y vino a sentarse con nosotros. A instancias de él, y como si fuera mi casa, pasé detrás de la barra y saqué un Gancia que nos liquidamos entre los tres, con parsimonia y un poco de limón y hielo. Ellos hablaron de fútbol. Jugadores viejos, clásicos inolvidables. De vez en cuando se detenían a explicarme algún detalle, como para no dejarme afuera de los sitios a los que los conducía la memoria.
Poco antes de la medianoche nos levantamos. Le dueño nos sonrió. Mi abuelo le estrechó la mano, ceremonioso, y le dijo adiós. Yo también le estreché la mano. Cuando salimos al fresco de la noche me ganó una angustia súbita. Despejada, sentí que nos habíamos metido en un callejón sin vueltas de ninguna especie.
“Caminemos hasta casa”, dijo mi abuelo, como un modo de sacarme de mi posición de estatua. “Abuelo”, empecé. No dije más. Pero supongo que mi voz estaba llena de alarma, porque se llevó un dedo a los labios para darme a entender que me callara. Y me rodeó el hombro con el brazo, y caminamos por la medianoche de la ciudad hasta su casa.
Cuando llegamos a su puerta me dio un beso y un abrazo y me dijo que me fuera. Lo abracé muy fuerte. Rendida, me puse a llorar como una nena. Le dije que lo quería. Le pedí que no se fuera. Le ofrecí quedarme con él hasta la mañana. Le dije que nunca había hablado así con nadie. Le dije que lo necesitaba. No me respondía. Me palmeaba la cabeza, y murmuraba mi nombre, como si supiera que yo no estaba esperando ninguna palabra.
Pero era todo tan triste que terminé enojándome. Maldita noche. Maldito Gimnasia y Esgrima La Plata. Malditos jugadores, incapaces de regalarnos una victoria. Por qué no habían ganado, justo el único partido en la vida que vamos a la cancha con el abuelo. Maldita yo, muy ocupada con la facu y con el idiota de Lucas y con mis amigas y con salir a bailar y con mis dramas. Maldita vida que hace que uno haga todo mal y se dé cuenta tarde.
El abuelo demoró en responderme: “No te calentés, Bochita. No te enojes. Una cosa es la vida que pensamos. Pero después cambia. Se tuerce. Es otra cosa. Al final, la vida hace lo que quiere.” Abrió la puerta, sonrió, hizo un vago saludo con la mano y se metió en su casa.
Me pasé la noche llorando, sin pegar un ojo. A eso de las nueve de la mañana empecé a escuchar movimiento en la cocina. Mi mamá debía estar desayunando. Yo no quería salir de mi pieza. Anticipaba, enfermiza, una vez y otra, el sonido del teléfono. Tenía claro lo que iba a pasar. Mi mamá, extrañada de un llamado en sábado a la mañana. Mi abuela, la voz angustiada, sus explicaciones desbocadas, mi mamá sentándose y tapándose la cara enrojecida y empezando a llorar, mis hermanos sin entender nada, yo en el umbral de la cocina sabiendo todo, todo el dolor y toda la culpa, porque ayer las cosas tenían un sentido, la noche, el partido, la charla, el bar, un final deseado, elegido, honroso y digno de su melancolía, pero hoy sábado, con la luz del día, lo única que quedaba era el dolor descarnado, lo inútil de todo, el deseo rabioso de que la vida no fuera la mierda que es.
Y como si mis pensamientos pusieran en marcha los acontecimientos, sonó el teléfono. Salté de la cama y en dos pasos estuve en el umbral de la cocina. Mis hermanos alzaron la vista hacia mí. Mamá estaba empezando a incorporarse. La detuve con un grito. Me miró entre el asombro y un miedo nuevo. Crucé la habitación. Cuando dijera “hola” mi abuela iba a confundirme con mi madre. Cuando le aclarase que era yo, Agustina, conteniéndose a duras penas me pediría que le pasase a mi mamá. Mi abuela nos sigue tratando como chicos. No querría darme a mí una noticia así. “¿Vas a atender o no?”, me sobresaltó la voz alarmada de mi madre. Caí en la cuenta de que me había detenido junto al teléfono, incapaz de alzar el auricular.
A veces la vida hace, nomás, lo que quiere con nosotros. Yo estaba lista para escuchar a mi abuela. Su dolor, su angustia, su necesidad de decírselo primero a mi madre. Para lo que no estaba lista, lo juro, era para esa voz de hombre, calma, bajita, sigilosa, que me preguntó:
“Hola Bochita. Averíguate con quién jugamos la próxima fecha de locales.”
Eduardo Sacheri | Del libro «La vida que pensamos», publicado por Alfaguara, 2013.
[Audio: Radio Madre » 13.09.2014 » Todo con Afecto » Victoria Nardone]